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jueves, 13 de enero de 2011

Cuento :El Sicario

  
     -¡Hoy es tu día de suerte, Pedro! Dijo el gatillero mientras le apuntaba con el arma a su semejante. ¡Hoy vas  a morir!: aseveró con voz de trueno.
     El otro arrancó a correr como desquiciado tratando de salvar la vida. El asesino ajustó el revolver a la carrera del otro y cuando estuvo seguro  apretó el gatillo. El otro se detuvo en seco, cayó al suelo de espaldas. Un charco de sangre pintó la solitaria carretera. El matador se acercó, le vio desangrado e interpretó que estaba a punto de morir y disparó su segundo disparo al suelo.
     Por eso le decían “Bruno dos balas” . Había llegado a Puerto Rico diez años atrás desde la ciudad de Nueva York. Su mejor talento era dispararle a objetos en movimiento. Le decían dos balas por una anécdota que le ocurrió en la gran urbe:
     Un sicario de una pandilla enemiga lo retó a duelo y cuando dieron los cinco pasos reglamentarios  el rival le disparó rápidamente tratando de sorprenderlo. Cuando falló, el rival salió corriendo; Bruno contó hasta tres y disparó. Lo hirió mortalmente y luego  dio la espalda, cuando el moribundo tomó su propia arma para dispararle, Bruno se volvió , apuntó a la cabeza del enemigo  en el momento en el  que moría. Cuando lo vio muerto entonces apuntó al suelo y disparó. Todos los testigos quedaron maravillados ya que toda pistola de duelo disparaba una sola bala pero Bruno le había hecho una adaptación a su arma  para que disparara dos balas. Su arma llamada “dicotomía” se volvió famosa por esto, además  por la maquiavélica manía que tenía el gatillero de hacer una marca sobre la culata de madera de su revólver por cada una de los occisos que transportaba a la otra vida como lo hacían los pistoleros del viejo oeste. De esa manera comenzaron  las costumbres de disparar al suelo el segundo disparo y hacer una marca a la pistola por cada maleante que tumbaba.
     -¡Jefe, Pedrito acaba de fallecer! dijo el pistolero.
     - Bruno, la próxima encomienda es que mates a … Javier.
     -Señor, si ése es un muchacho bueno que no le hace daño a nadie.
     - No entiendes. Javier enamora a Inés, la flor más linda de este barrio. Ella le corresponde y yo siempre he estado enamorado de ella.
     -Señor, yo sólo mato ratas sin sentimientos como yo. Nunca le he disparado a personas inocentes.
     -Yo quiero a Inés para mí. No quiero que ese tipo se la lleve de aquí. Es una orden y punto. Si no puedes cumplirla me avisas y le doy el encarguito a otros. Ya me están diciendo que te estás poniendo viejo y sentimental.
     -Perdone jefe por cuestionar sus órdenes. Es que siento cariño por Inés y pensaba que Javier la sacaría de este ambiente de crimen, drogas y asesinatos.
     -¡Carajo! ¿Quién es tu jefe?, ¿Quién te ha dado de comer por diez años?.
      -Perdone jefe, confíe en mí como siempre. No le fallaré.

     -¡Abuela me voy, voy a buscar a Inés!
     -Hijo, ten cuidado. Me da mucho miedo cuando te metes allí
     -Abuela, al principio era más difícil; pensaban que yo podía ser un chota o un encubierto. Ellos saben que no me meto en sus cosas.
     -Cuídate y cuida a Inés que es una nena buena,
     -Abuela, échame la bendición.
     - ¡Que Dios te bendiga y la Virgen te acompañe, siempre: Dijo la abuela mientras se persignaban.
     El gatillero preparó su arma; como siempre, colocó las dos balas en el tambor del revólver. Se vistió de negro como pistolero del viejo  oeste. Comenzó a decelerar su pulso y una frialdad mortuoria infiltró su cerebro. Tomó una lima y luego la dejó sobre su mesita de noche.
     -A éste, cuando lo mate no lo voy a añadir a mi lista. No es un criminal. Así que no hay razón para colocarlo entre mis occisos. Treinta y dos marcas, treinta y dos muertos.
     Eran las once de la noche, Javier acababa de dejar a su novia  Inés en su apartamiento y regresaba a pie por la solitaria carretera en busca de su auto.

     -¡Hoy es tu noche de suerte, Javier!  Esta noche vas a morir.
     - No entiendo:- dijo Javier. Yo no le hecho daño a nadie.
     El apagavidas le apuntó al pecho y esperó a  que Javier corriera. Javier no corrió, sólo metió sus manos al pecho y esperó.
      -Lo que tiene que ser, será: dijo el asesino y contó lentamente : uno, dos y tres. Entonces apretó el gatillo.
       Javier sintió como la fuerza del impacto lo tumbó hacia atrás y después vio como el pecho se le llenó de sangre. Cerró los ojos e hizo una oración silenciosa mientras esperaba la muerte.
     A los pocos segundos el pistolero dejó  caer el revólver al piso  y sintió deseos de llorar. Entonces Javier comprendió que estaba vivo, comenzó a incorporarse y le gritó:
     -Mira a quien mataste hoy.  El asesino dio la vuelta y vio el crucifijo ensangrentado.
     -Esta no es mi sangre, es la sangre del Cristo del crucifijo: dijo Javier mientras  caminaba de vuelta al apartamento de su novia.
    El gatillero fue a recoger el arma aunque su yo interior le decía que no podría matar a Javier.
    En ese momento llegó un Cádilac negro chillando gomas; las cuatro puertas se abrieron simultáneamente. Se escuchó la voz del jefe que dijo:
    -Yo sabía que eras incapaz de matarlo.
     Dicho esto, se escucharon de diez a doce detonaciones . El gatillero cayó abatido al piso y el Cádilac negro arrancó a toda velocidad. Entonces el gatillero desde el piso y mal herido apuntó con la mayor frialdad de su vida al carro en movimiento. Le dio a la goma delantera del lado derecho, el auto perdió el control y fue a chocar contra una enorme palma que se encontraba cerca de la acera. El jefe y el chofer murieron instantáneamente, a  los otros dos se los llevó la policía y la ambulancia al Centro Médico.
           *           *           *           *           *             *              *                *              *               *
     Los novios salieron jubilosos de la iglesia. Toneladas de arroz caía sobre sus trajes. Se miraron, sonrieron y se besaron. Estaban muy felices. Se pasmaron cuando vieron al hombre en silla de ruedas a la salida. Inés miró a Javier y él le hizo una seña. Ella fue donde el hombre y le dio un beso.
Javier caminaba sn darle mportancia hasta que sacó algo de su bolsillo y se lo dio al parapléjico. Era el crucifijo que le había salvado la vida. Cuando el hombre observó el crucifijo se percató de que no tenía piernas como él. Una lágrima solitaria se escapó de sus ojos.
     -No quiero que nos busque más. Que Dios se apiade de su alma, yo ya lo perdoné. Lo que tendrá que ser, será.- dijo Javier mientras se alejaban del hombre.

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